sábado, 7 de abril de 2012

(…) Sé bien que ir impartiendo odio al final termina por acabar con uno mismo. Pastora siempre me había advertido de este peligro. “No malgastes el tiempo y las energías de esta forma. Olvida. Olvídalos, y duerme”. Sus palabras, clavadas hasta el corazón surgieron efecto. Por un tiempo me negué a recordar todas las cosas malas que me habían sucedido. Las tiré a la basura, las arrinconé tan lejos de mi memoria que el sol ya no salía para ellas. Pero las cartas seguían llegando, las noticias seguían lloviendo en mi cabeza, y yo soy una persona poco dada a la perseverancia. Las misivas, envueltas en trozos de recuerdos y engaño, seguían presentándose sin previo aviso. En cualquier recodo aparecían con toda su fuerza, y el odio se volvió a revelar. Y al final le dije, “no puedo Pastora, ellas son cada vez más y más grandes. No puedo reprimir el deseo de decir lo que siento. Es superior a mí, ¿no lo entiendes?” Entonces Pastora me acariciaba el pelo, yo cerraba los ojos, y ella canturreaba una melodía extraña. ¿Por qué solo se obtiene la calma después del sufrimiento? A través de él sabemos lo lejos que está la sabiduría. Amo la sinceridad, pero la mentira es tan verdadera y real que muchas veces es muy difícil discernir de qué lado está la verdad. Me pregunto si Pastora es real. Al rato, no mucho, ella vuelve y me dice: “¿dudas? ¿Ahora dudas? Eres más idiota de lo que creía”. (...)

[trozo, de "Me dijo, Pastora"]

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