La otra noche casi me
atraganté de tanto comer, como si fuera lo último que podía hacer. Apuré el
momento para no echar en falta su agonía, su fin. Sentí que debía hacerlo, y nada más. Ya
satisfecho, pensé de nuevo en ella. En realidad, hacía días que no lo hacía,
hacía demasiados días que estaba enfrascado en el pequeño entreacto que da el
trabajo y su monotonía. El árbol de las tardes desparramadas ya se había
cansado de observar el mismo lienzo para no lograr nada y de nuevo amé el milagro
que da la valentía de una palabra y su herencia. Vi pasar los rastrojos de las
alegrías, penas y mediocridades que andaban por debajo mi balcón. Pasaban y se
medían con el aire obsceno del presente. Animado por el dulce beso de la esperanza, cerré los ojos y
vi la promesa encendida de los ojos, que en verdad nunca había visto, los ojos de
ella, Pastora.
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